Los primeros rayos del sol se colaban por la vieja ventana de madera de su despacho. DÃas como hoy preferÃa estar temprano en su puesto de trabajo para tenerlo todo organizado. Como cada mañana, encendió la pequeña estufa que habÃa bajo la mesa, a finales de octubre el frÃo se colaba ya entre sus huesos. Cogió la lata de atún del armario, se dirigió al banco de la entrada, no hacÃa falta llamarlo, sabÃa que cuento el olor a pescado le llegará acudirÃa, era ya un viejo ritual establecido entre los dos.
–Ven minino, ven – comenzó a llamar cuando lo vio
Cuando apareció, hacÃa ya siete años, no le quiso poner nombre, siempre pensó que su estancia serÃa de paso, pero al final se quedó con él, y en el silencio de su trabajo, se habÃa convertido en una gran compañero. Nunca quiso preguntarse de donde venÃa, con los años habÃa aprendido a no encariñarse con nada.
–Hoy va a ser un dÃa duro – le comentó mientras lo acariciaba
Sonrió al escuchar su ronroneo.
–Será mejor que cuando termines de comer te escondas – le susurró
El gato pareció comprender lo que le dijo y tras terminarse la lata de atún desapareció por uno de los huecos de la pared, escondiéndose como solo un gato sabe hacer.
No eran ni las nueve de la mañana cuando las primeras mujeres comenzaron a llegar, tanto años en su trabajo le habÃan servido para conocer sus costumbres. La afluencia de personas no disminuyó durante el dÃa, y él tuvo que barrer, vaciar contenedores, ayudar con escaleras y un sinfÃn de más tareas que el resto del año parecÃan olvidarse.
Reconoció a muchos de ellos, cuántas historias habÃa descubierto en el silencio del cementerio y tantas otras que habÃa intentado ignorar por lo dolorosas que resultaban. Vio la mujer en la que se habÃa convertido esa joven que durante años lloraba la tumba de su madre, hoy llegó sosteniendo la mano de su hijo, de apenas dos años. Se emocionó al ver una sonrisa en su rostro mientras el pequeño le ayudaba a arreglar la lápida de su abuela. También se tropezó con los viudos que se habÃa enamorado allÃ, sus parejas compartÃan la misma calle y tras muchas tardes acompañándose surgió entre ellos una estrecha relación. Allà estaba la madre que acaba de perder a su hijo. Fue triste el entierro, todavÃa lo recordaba, un escalofrÃo lo recorrió. Siguió vaciando contenedores, barriendo calles y ayudando allá donde lo llamaban acostumbrándose al ruido que inundaba un lugar que siempre estaba en silencio.
Cerró las puertas cuando ya el sol habÃa caÃdo y el último de los visitantes abandonó el cementerio, no sin antes asegurares que Minino estaba bien. Lo llamó sentado en el banco de la entrada, el gato apareció a los pocos segundos, unas cuantas caricias y un ronroneo para despedirse hasta el dÃa siguiente. Allà se quedó él, Minino, guardando, el lugar donde los cuerpos descansan. En la soledad de la noche, bajo la luz dulce de la luna, Minino paseó por las calles del cementerio, hasta llegar a una tumba, una tumba que conocÃa muy bien, bajo sus pies, se hizo un ovillo y descansó, con el recuerdo del calor del que un dÃa fue su hogar.