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  • Foto del escritorJota Eme

Bailemos el bimbó

- Vamos niño – escuché gritar a mi tío- . No te duermas en los laureles que tenemos que terminar temprano. Mañana conoceremos el mar.


Llevaba quince días trabajando en el bar de mi tío y todavía no me acostumbraba. El bullicio de la gente invadía cada rincón y el ajetreado ritmo de trabajo hacía que cada día echara más de menos mi vida en el campo.


Mi tío había convencido a mi padre para que lo ayudara durante este verano en el bar del pueblo.

- Le vendrá bien al niño – le dijo -. Seguro que lo hace más hombre.


Allí me encontraba trabajando encerrado entre cuatro paredes muy lejos del azul del cielo que tanto adoraba contemplar.


Durante el resto de la jornada, mi tío, me fue contando que una vez al mes, en época estival, Ramón, el frutero, ponía a disposición del pueblo su camión para hacer viajes a la playa. Hacía meses que había reservado plaza para su mujer, sus dos hijas y él, y en el último momento había logrado incluirme a mí.


A las siete de la mañana ya estábamos en pie, esperando en la puerta del bar con infinidad de cajas de refrescos y bidones de hielo que mi tío se había comprometido a llevar. Cuando las campanas de la iglesia aún no habían terminado de sonar para marcar la hora en punto, un pequeño camión rojo dobló la esquina. Se podía leer con letras bien grandes, Ramón, el frutero.


Cargamos todo lo que llevábamos y nos acomodamos como pudimos. Fuimos recorriendo calles para recoger gente hasta que no cupimos más. Íbamos agarrados a los barrotes rojos, de pie, pegados unos a otros, incómodos pero llenos de ilusión. Para la mayoría era la primera vez que veríamos el mar.


Ramón se despidió del pueblo tocando el claxon en repetidas veces. Su mujer, que iba sentada a su lado junto con sus hijos, protestó. El resto de pasajeros se unió a los bocinazos con silbidos y aplausos.


- Vamos a comprobar si el mar es tan azul como dicen – dijo mi tío invadido de la misma emoción que el resto.





Pensé que seguro no era como el azul del cielo de mis tierras, ese cielo que me había visto crecer.


El viaje duró casi dos horas, los ánimos de los pasajeros se fueron apaciguando conforme avanzábamos por carreteras desconocidas, transitadas también por coches que hacían nuestro mismo recorrido.


La música de la cabina se colaba en la parte trasera del camión y muchas de esas letras eran tatareadas por nuestros compañeros de viaje. La algarabía estalló cuando sonó el éxito del verano como decían en la radio:


Bailemos el bimbó, bimbó, bimbó

Que está causando sensación

Con esta melodía que te va

Derecho al corazón


Me agarré con más fuerza a los barrotes mientras notaba moverse junto a mí a la chica que iba a mi espalda. Percibí su cuerpo pegarse al mío y sus caderas acompañar el ritmo de la canción, mi calor corporal aumentó. Conté los segundos para que la canción terminara. Después de esa vinieron más y los ánimos de fiesta no parecían desaparecer.

Su cuerpo seguía allí, unido al mío, marcando el ritmo de cada melodía que se colaba en nuestro viaje. Mis manos continuaron aferradas al camión, mis ojos cerrados intentando no morir de la vergüenza, o quizás, de la excitación.


No sabía quién era ella, no había podido distinguir a todas las muchachas que viajaron ese día. La curiosidad pudo más y giré mi rostro para poder ver su cabello negro ondulado y el tirante de su vestido rojo. Noté el rubor en mi rostro cuando descubrí los ojos de su amiga observándome. Me giré lleno de vergüenza, deseando que el viaje terminara cuanto antes. Ya no volví a mirar.


Los pitidos de Ramón nos avisaron que estábamos muy cerca del mar y de nuevo la algarabía se apoderó de todos los pasajeros. En cada curva que dábamos aumentaba la expectación por saber quién iba a ser el primero en verlo.


- ¡Yo! – escuché la voz de mi tío – Lo he visto yo


Extendió el brazo señalando al horizonte.


Allí justo bajo el azul del cielo se veía una pequeña franja añil. Era extraño. Como si el azul del firmamento deseara acariciar la tierra y lo hiciera a través del mar.


- Pues sí señor, azul, azul cielo – exclamó de nuevo mi tío, dándome un golpe en el pecho.


Retrocedí sin querer y topé de nuevo con su cuerpo. Noté su aliento en mi cuello y un aroma a jazmín, que me trasladó a mis noches en el campo. Una risa nerviosa me sobresaltó y regresé de nuevo a mi posición.


No tardamos en llegar a la playa. Eran las nueve y el lugar ya estaba concurrido, lleno de más familias que venían a pasar el día como nosotros.


Ramón aparcó en un hueco libre y en cuestión de segundos, todo el mundo comenzó a organizarse. Los hombres descargaron el camión mientras que las mujeres, con sábanas blancas atadas a los pinos, crearon un sombraje. Mesas, sillas, comida, bebida y una vieja radio para que la música no faltara.


La busqué a ella, más bien a su vestido rojo, su pelo negro ondulado y su olor a jazmín, pero no la hallé entre la multitud.


Cansado del viaje y de tantas nuevas sensaciones me dirigí al mar para darme mi primer baño.


Salí minutos después disfrutando de ese sabor a sal que impregnaba todo mi cuerpo. Fue entonces cuando la vi frente a mí con una ligera sonrisa en los labios y con un trozo de cielo en su mirada.


Lo supe en ese instante, supe que ya no habría otro azul que quisiera admirar.

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